Uno de los aprendizajes más útiles de mi vida no ocurrió entre pupitres.
No hubo libro de texto. Ni profesor. Ni examen al final.
Fue en un garaje.
Con las manos llenas de grasa.
Y con una moto rota delante de mí.
La moto era mía.
Y se había estropeado.
No tenía ni idea de mecánica, pero sabía una cosa:
quería arreglarla.
Pasé horas viendo vídeos, intentando entender cómo funcionaba el carburador, qué piezas estaban implicadas, cómo se regulaba.
Fui haciendo pruebas, desmontando, observando, volviendo a montar.
Hasta que, por fin, lo descubrí:
el paso de gasolina estaba demasiado cerrado.
Lo ajusté con cuidado, respiré hondo… y giré la llave de nuevo.
Y arrancó.
Recuerdo perfectamente el momento en que salí del garaje, con la moto funcionando como nueva.
Fue una sensación indescriptible.
No solo por la moto, sino por la forma en que había aprendido.
Ese tipo de aprendizaje —vivido, buscado, conquistado— se queda para siempre.
A veces en educación nos rompemos la cabeza buscando la mejor forma de explicar un contenido.
Pero quizá la pregunta no sea “¿cómo lo enseño?”, sino:
“¿cómo despierto las ganas de aprenderlo?”
Cuando algo te importa de verdad, todo lo que te separa de ello se convierte en un reto que quieres superar.
Y ahí es donde el aprendizaje cobra sentido.
Esta historia me hizo entender algo que cambió mi forma de enseñar…
pero eso te lo cuento en la versión completa de mi newsletter El Profe en Casa.
Esta es solo una parte de la historia.
Cada domingo envío la versión completa en mi newsletter El Profe en Casa, donde comparto reflexiones, herramientas y aprendizajes reales para educar mejor sin perder la magia.






